El primer intento de transfusión sanguínea registrado ocurrió en el siglo X. En 1492 el papa Inocencio VIII cayó en coma, por lo que se requirió de la sangre de tres niños para administrársela a través de la boca -aún no se conocía la circulación sanguínea- a sugerencia del médico. A los niños de 10 años de edad se les prometió pagarles con sendos ducados de oro y, sin embargo, tanto el Papa como los jovencitos murieron.
La primera transfusión de sangre documentada fue administrada por el doctor Jean Denys, quien el 15 de junio de 1667 describió el caso de un enfermo de sífilis que murió después de que él le transfundiera sangre de perro.
En la primera década del siglo XIX se identificaron los diferentes tipos de sangre, y también se determinó que la incompatibilidad entre la sangre del donante y del receptor podía causarle la muerte a este último.
El método de conservación de sangre humana para su uso diferido en transfusiones, mediante la adición de citrato de sodio, fue desarrollado por el médico argentino Luis Agote, en 1914.